ODA AL MAESTRO QUE APRENDE.
Sólo podemos llamar maestro a quien nunca pierde su condición de alumno porque educar es el oficio de aprender, enseñando.
Un maestro nunca impone lo que sabe, lo pone ante los ojos del alumno para que la llama del interés y del entusiasmo prenda en su alma.
Un maestro conduce a sus alumnos hacia la fuente de su propio conocimiento, les descubre sus pozos interiores y les muestra los veneros de otros a los que pueden acudir cuando los propios se secan.
El maestro enseña a amar lo que aún no se conoce, a respetar y honrar el conocimiento, cierto o no, que hasta el momento asentó nuestras comprensiones y afectos para con el mundo.
La sabiduría de un maestro no niega la del alumno sino que la respeta, la alienta, la fecunda y la libera. No hace por el alumno sino que hace del alumno un maestro de sí mismo, arquitecto del edificio de su vivir que erige sus construcciones cotidianas sobre los sólidos pilares de los valores humanos que más nos ennoblecen y dignifican.
Un maestro cultiva con las semillas de lo que él sabe el conocimiento original y sagrado de sus pupilos y no invita a la repetición sino a la recreación y a la creatividad.
El maestro de corazón despierta al poeta, al amante, al mago, al rey y al guerrero que duermen en los sueños de las almas que, cada día, se sientan ante él en sus pupitres y le miran. Más que ofrecer datos o informaciones prepara espacios y tiempos para las revelaciones, muestra las ideas como latidos de un corazón enamorado de la vida y del mundo y transforma los contenidos en continentes para la belleza.
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